Seguimos en la fase tres del
trayecto epidémico COVID-19. Pese a las adversidades que se multiplican dentro
de un proceso de cambio, el sistema de salud como un todo ha respondido con las
medidas universales adoptadas. Sana distancia y confinamiento voluntario en
casa. Ahora, el reforzamiento de la estructura y equipamiento hospitalario se
ponen a prueba.
Es normal de quienes se
encuentran a disgusto con la 4T, buscar por todos rincones elementos para
descalificarla, lástima que parten de un supuesto argumentativo endeble: la
superioridad del rumbo impuesto por los tecnócratas. Cuando dan con un hallazgo con sospecha de corrupción respiran profundo y difunden el dato demoledor. Es el caso de la
compra de ventiladores del IMSS Hidalgo a una empresa del hijo de Manuel
Bartlett. Ya lo hicieron con la licitación de papel que ganó un empresario
compadre del presidente López Obrador. Ya lo hicieron con el que fuera delegado
del gobierno en Jalisco y su conflicto de interés respecto a la adquisición de
medicamentos.
Sírvanos estos casos para ir a la
médula de estas transacciones en el marco de la arquitectura legal que los prohíja,
borrando no sólo la separación entre el interés público y el interés privado,
sino operando la alteración del bien y servicio público en ganancia privada*.
Estructura que sigue en pie.
Recordemos. Con Miguel de la
Madrid, su campaña a la presidencia de la república con la bandera de la
renovación moral de la sociedad, en un momento en el que la corrupción era una
realidad atribuida a la existencia del PRI y del presidente en turno. Desde la
inauguración de la era neoliberal hecha gobierno fueron avanzando una serie de
leyes para contener y disminuir la corrupción: la ley de adquisiciones, la ley
de responsabilidades de los servidores públicos. Ya como fruto de la
alternancia la ley federal de presupuesto y responsabilidad hacendaria, por
mencionar algo del repertorio de leyes encargado de blindar el buen uso de los
recursos públicos. Fueron efectivas esas normas: no.
Por el contrario, la
corrupción siguió prosperando en un nuevo ambiente de hostilidad al Estado y
sacralización del mercado. Lo hizo con más fuertes agarraderas pues el festín
adquirió sello pluripartidista. La actividad política se acompañó de la riqueza
material asequible a sus prominentes participantes. En tanto, los servicios
públicos (educación, seguridad, salud) se deterioraban. Deterioro que esperaba
la intervención salvífica del mercado. Lejos de ocurrir ese beneficio esperado,
los funcionarios de alto nivel y políticos que alcanzaron puestos de elección
popular no esperaron y pronto se adaptaron al nuevo ecosistema, se hicieron
empresarios, no fuera a ser que su opulencia se le adjudicara al cargo. O
cuando menos, formaban despachos para los tiempos de estar fuera de la nómina y
así vender servicios a los que si estaban en el ajo.
Por eso, para combatir la
corrupción, mientras se establece la moralización del servicio público, no sólo
hay que definir la corrupción como delito grave en la Constitución. Ni
es suficiente la operación de una oficialía mayor para toda la administración
pública federal. Es impostergable corregir toda aquella disposición de ley que
de manera velada auspicia la corrupción. Es el caso de los convenios
modificatorios que elevan el costo de los contratos amarrados con las
dependencias del gobierno.
Todo lo
que se tiene que revisar, junto con legisladores y la Auditoría Superior de la
Federación, por parte de las dependencias del Ejecutivo (Función Pública,
Procuraduría Fiscal y el SAT) y la FGR en su calidad de órgano autónomo.
*Interesante conocer acerca de la
transmutación de los recursos públicos en peculio privado de funcionarios y
políticos, Francisco Gil Díaz tal vez podría dar una conferencia magistral al
respecto.
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