Los problemas de seguridad han
golpeado a la generación “millennial”. Es una desgraciada coincidencia y la
anoto para indicar que la inseguridad actual no tiene antecedente inmediato de
tal envergadura. Como hace mucho no se veía, al menos desde la violencia de la
guerra cristera (1926-1929, con intermitencias hasta el cardenismo), la
seguridad está impactada por la gran cantidad de asesinatos dolosos. Crímenes
masivos, de género, intrafamiliares, resultado de un asalto o por ajusticiamiento
entre bandas delictivas. Algo pasó y no lo hemos enfocado. Antes la violencia
provenía casi exclusivamente del Estado posrevolucionario y quienes lo
enfrentaron con violencia, las guerrillas, no tuvieron mayor éxito. Un acto de
valentía ilusa por parte de los guerrilleros.
Todo parecía que México estaría
en mejores condiciones de seguridad con la liberalización política de fines de
los setentas y la liberalización económica desde los años ochenta. La seguridad
no aparecía en la lista de prioridades, muchos menos barruntaron su quiebre.
Pero las modificaciones tuvieron por guion reducir las capacidades del Estado
por autoritario y corrupto. El aparato de seguridad quedó a la orden del mejor
postor. De repente la gente en las ciudades consideró necesario cerrar calles, instalar
rejas y plumas de metal como parte del mobiliario urbano. Las libertades
conquistadas se convirtieron en caminos de la codicia, se puso en un callejón
sin salida la movilidad social y se promovió la desigualdad social en nombre de
la modernidad y la excelencia. La utopía “neoliberal” se hizo para las élites.
Lo que vino a explotar la
escalada de la inseguridad, hay que repetirlo hasta que acepten su error y
pidan disculpas a los mexicanos, fue la declaración de guerra en contra del
crimen organizado por parte de Felipe Calderón. Después se quiso restarle
difusión a los hechos delictivos como manera de atenuarlos en el imaginario. Ni
eso se logró. La inseguridad continuó galopante.
El problema de la inseguridad
está allí, la llegada de López Obrador a la presidencia de la república no ha
tenido el resultado de contener la inseguridad. Un cambio no tiene resultados
inmediatos y la inseguridad se convierte en arma arrojadiza de la oposición. No
es suficiente tratar de restar base social a la delincuencia organizada a
través de la política social, no en lo inmediato. Como tampoco ha sido
suficiente encarar la inseguridad como un asunto de policías contra ladrones
cuando el marco legal de la justicia juega en beneficio de los malandros.
Se necesitan economistas, no solo
penalistas, para que visualicen a la delincuencia organizada -promotora de la
inseguridad- en un esquema de mercado. Tiene sentido en cuanto a tráfico de
armas y de drogas. Milton Friedman postuló hace años que si hay demanda y
oferta la salida es la legalización. El caso es que el crimen organizado ha
diversificado sus actividades (asalto, extorsión, secuestro) por eso es de
interés ampliar el enfoque económico que nos informe de su inserción.
Estimación de su incidencia en el PIB, de agentes participantes que lo componen,
ramificaciones y efectos sobre el comercio. Tener la dimensión de algo que
rebasa el simple enquistamiento del crimen en las actividades productivas. Por
eso es difícil de hacerlo caer.
Y si se quiere agregar
complejidad se tendría que apreciar a la delincuencia organizada como una estructura
de poder, no solo por ser capaz de usar la fuerza y capturar recursos de los
ciudadanos (Charles Tilly), sino por las redes que tiende con empresas y
autoridades. Es ahí donde se encuentran las resistencias. Con reticencias para
aceptar la extinción de dominio por considerarlo un ataque al derecho de
propiedad. Con avances en las leyes al considerar la corrupción y el robo de
combustibles delitos penales. Si la estrategia es cortar los intercambios entre
autoridades, empresas y organizaciones delictivas el camino es sinuoso y hay
que intentarlo. Ya empiezan a poner pies en polvorosa.
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