Octubre y noviembre de este año
han sido meses de movilización social, fruto del hartazgo más que de un cuerpo
de ideas profusamente difundidas en la perspectiva de una revolución.
Resentimiento germinado en la exaltación del individuo a través del mercado. No
hay ideas, es una lucha abierta por el poder en la cual falta interpretar el
silencio de gobernadores y alcaldes.
En el campo de la opinión
publicada, el gobierno federal ha sido vapuleado. Todos sus recursos, los del
gobierno, le han servido de muy poco, revelador de un aparato público en plena
desarticulación, incapaz de enfocar su interés de sobrevivencia ante la
emergencia, lejos de atender a cabalidad los compromisos institucionales del
servicio público. El gobierno en su conjunto –niveles y poderes- es una
maquinaria que, según hace tiempo confeso el ex presidente Miguel de la Madrid,
se encuentra aceitada por la corrupción.
Una vez le pregunté a un
funcionario de la desaparecida secretaría de la función pública qué ocurriría
si el incumplimiento de las normas por parte de los servidores al servicio del estado
fuera efectiva y eficazmente sancionado. Su respuesta fue: se paralizaría el gobierno. De ese tamaño es el mal.
¿Qué clase de régimen tenemos?
Constitucionalmente, una república. Pero de acuerdo con mi querida Mary
Shelley, las instituciones republicanas reducen las diferencias de clase entre
los habitantes del país que las adopta. Los datos sensibles me dicen que no es
el caso de México. Aquí el régimen es oligárquico, sólo por un breve periodo
(1934-1940) se hicieron esfuerzos reales por fortalecer la república.
Y no hablemos de los grandes escándalos surgidos al calor del uso indebido del servicio público, de eso nos enteramos hasta el cansancio y sin pausa. Y qué decir de las pillerías no publicitadas que se cometen a diario. Recursos públicos que se sustraen del erario para engordar carteras, que cuando se llegan a descubrir se les oculta de inmediato y aquí no ha pasado nada. Recursos también utilizados para obtener favores sexuales o estúpidamente aplicados para proporcionar chofer y vehículo para trasladar a los hijos menores de funcionarios. En la burocracia se ve tan normal, es un derecho “adquirido” al puesto. De nada han servido auditorías, contralorías, ni el servicio profesional de carrera. La norma reducida a construir el teatro de la simulación.
En el extremo, ni al disimulo se
recurre. No se puede entender de otra forma que haya sido la policía la que
desapareció a los 43 normalistas de Ayotzinapa, como tampoco el proceder de los
militares en Tlatlaya. Al menos no se han hecho públicas las instrucciones
escritas sobre las cuales “amparar” tan desgraciados sucesos. Son la biopsia que
detecta el cáncer que abate las instituciones, de la discrecionalidad a la
corrupción, de ahí en adelante la vida no vale nada.
La condición del gobierno, en su
conjunto, es delicada, el amago de hacer el uso de la fuerza en las actuales
circunstancias es signo del deterioro en que se encuentra. Al gobierno nadie lo
va a rescatar, para salir de esta situación tiene que disponer de acciones con
resultados inmediatos en un escenario que ha cambiado diametralmente: del
consenso a la polarización.
“Velad día y noche por el
bienestar de todos. Sed señores de nombre y a la vez servidores de la libertad
del pueblo. Elegid el primer puesto en la fila de los combatientes y no en los
banquetes. No cojáis nada para vosotros; pero derramad dones sobre todos.” Así
conminaban al emperador Juliano. (Ibsen, Henrik. Emperador y Galileo, ediciones
Encuentro, 2006)
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